|Lucy Pérez Tejeda|




|Lucy Pérez Tejeda|
Celebramos sus letras, voz a voz, lectura a lectura. Recitamos con el corazón lo que escribieron con el suyo. Renovamos sus conjuros, sus hechizos, sus abracadabras. Entre lágrimas y risas, entre melodías y pájaros negros, compartimos junto a ellas todos sus tormentos. Copas de vino, hojas subrayadas, ecos de vida, de miedos, de esperanzas. ¿Cómo es que estas poetas, a quienes llaman "malditas", nos van salvando tiernamente la vida?
© Cristina Márquez
(“la oveja negra de la familia”; inapropiado en tantos sentidos…)
Por: Cecy Ortiz
Para mi mamá soy hija única pero para mi papá soy la octava y última. Cuando nací, mi mamá tenía 22 años y mi papá 60, una brecha de edad que durante muchos años fue parte de mi normalidad pero que un buen día comencé a cuestionar. Aún no hay respuestas pero sí crecieron las preguntas…
No tuve hermanos, por 15 años no tuve vecinos (de mi edad) y prácticamente no conviví con mis primos. Durante gran parte de mi infancia y adolescencia mi mamá no habló con su familia. En esos años escuché muchas veces a mi padre decir “no les importas, no te quieren”. Sabía que estaba mal que mi papá dijera esas atrocidades, pero fue hasta años después que pude nombrarlo como una forma de generar dependencia a partir de la ruptura de lazos familiares.
Por muchos años vivimos en un terreno muy grande donde mi papá tenía un taller mecánico y mi mamá una tienda de abarrotes que siempre la hizo infeliz (ambos trabajaron duro por mi bienestar, sobre todo el material). Creo que ninguno de los dos supo qué hacer conmigo así que podía pasar horas y horas frente al televisor. Fui una “niña televisa”.
Mi casa siempre fue campo minado, todos contra todos. Crecí con miedo y resentimientos, siempre quise huir pero nunca pude. Retumbaban en mi cabeza las otras barbaridades que mi padre siempre le dijo a mi mamá “ella nunca te va a sacar de un problema, se va a ir y te va a dejar, entiéndelo”. Claramente no quería estar ahí pero tampoco quería que mi mamá se sintiera abandonada.
Tenía 14 años cuando mi mamá tuvo que salir de casa a buscar trabajo porque el dinero era poco y si no alcanzaba “pues sácala de la escuela”, cosa que no estuvo dispuesta a permitir. Eso me convirtió en la “mujer de la casa”. A partir de ese momento empecé a ejercer el papel de cuidadora, ese para el que ya se me había entrenado.
Desde niña mi papá me “hizo entender” que mi sitio era en la cocina, ayudándole a mi mamá. No había permisos (para salir) si no me los ganaba. Ganármelos significaba tener mi casa limpia. No había permisos de todas maneras… “Lo que pasa es que no te gusta estar en tu casa”, decía.
Sabía que los modos de actuar de mi papá estaban mal pero no les había puesto un nombre. De lo que sí estoy segura es que siempre fui una mala hija, una mala mujer de
hecho, porque “¿qué vas a hacer cuando te cases?”. Nunca me preocupé por lavar la ropa de mi papá, nunca hacía nada y si hacía algo lo hacía de mala gana, cocinaba porque yo también tenía que comer, argumentaba. De todos los hijos que tuvo mi papá, ninguno le había salido malo. “No sé qué daño hice que contigo estoy pagando”, solía decir.
Mi “problema” ha sido que nunca me he quedado callada y menos ante actos de injusticia. En aquel campo minado, recuerdo que un buen día le puse nombre a todo y finalmente le dije machista. Reiteraba mi papel de mala hija por “irrespetuosa”.
Crecí luchando por mi libertad porque “una señorita debe estar en su casa, no se sube a los carros de nadie ni da de qué hablar”. Mi vida era de la casa a la escuela y de regreso. Claramente no tenía vida social y me costaba (cuesta) mucho trabajo crear lazos de amistad sólidos porque “no tienes que contarle a nadie tus problemas, tus problemas son tuyos y nadie tiene porque saberlos”.
Decidí escribir esta síntesis autobiográfica como acto de amor propio. Como una forma tangible de reconciliación ante mis exigencias basadas en fantasmas de la infancia.
Dicen que nadie nace feminista, la verdad es que “no hace mucho que participo en la conversación”. Lo pongo entre comillas porque ahora entiendo que desde la infancia reconocí el mandato patriarcal y desde entonces me he posicionado en contra. Ahora sé que el uso de mi voz siempre ha sido mi acto revolucionario.
Admiro profundamente a las morras chingonas que desde años atrás han sido parte del movimiento en las calles, colectivas, mesas de dialogo, refugios y demás organizaciones. A todas ustedes, gracias por darlo todo desde siempre y por abrirle paso a la colectividad. Con ustedes aprendí que yo también soy una morra chingona.
Recientemente, entre botas, tennis, flats, ropa negra y multicolor, pantalones, shorts, pelucas, máscaras, vestidos y paliacates comprendí que más allá de lo que nos hace únicas está lo que nos une y eso nos hace chingonas porque abraza, sostiene y construye.
En palabras de mi más reciente descubrimiento feminista, Jimena González, “tus contextos te obligan a hablar en voz alta” y después de tantos años de machismos, micromachismos, machismos heredados, ecos del machismo, machismos institucionales, actitudes machistas entre mujeres y otras derivaciones que nunca me hicieron sentir parte de algo, finalmente encontré con quien alzar la voz. Por fin me siento tranquila porque sé que esta es mi manada. ¡No se va a caer, LO VAMOS A TIRAR!
|Por Melanie Alvarado Gomez|
Belisa Menila, brillos morados la rodean. Creerás que estas en un sueño. El sol resplandeciente esta. La luna morada es. La nieve de esas montañas se torna de un rosa claro. De la lluvia no caen gotas de agua. Brillos morados se ven a lo lejos. En Belisa Menila ni la oscuridad de la noche puede resguardar a los monstros. Te prometo que aquí andarás sin miedo y en libertad.