El despertar de la Chula

|Por Esmeralda López / Ilustrado por Carolina Rivera|

Y… así… despierta La Chula.

Llena de temores e incertidumbres, primero sin darse cuenta, se hace consciente de su cuerpo. ¡Se siente ajeno! Como el que no ha tocado en años…
Sin embargo, apenas ayer, fue el último día en que lo hizo suyo.  Luego, posa su mirada en el suelo. Sigue siendo de madera vieja, maltratada, bella.  Le gusta más que el cuerpo que no conoce. Ahora se da vuelta y observa el techo. ¡¿Qué ha pasado con su cielo?! Se nota triste, sin rostros amigables con los cuales juguetear y hacerse historias.

 Le falta algo… 

La Chula aún no sabe qué. Entonces, regresa a su cuerpo. Hay cicatrices, las observa pretendiendo no saber de dónde vienen. Se ríe por dentro, se mofa de aquellos que dicen que éstas no duelen. ¡A claro que duelen! Duelen del recuerdo, de lo acontecido, lo rememorado… 

Vaya pensamientos los de La Chula. Todavía no comienza el día y ya se ha atacado. ¿Pero qué le pasa? De nueva cuenta sus ojos buscan en donde plantarse. Esta vez están en las manos de alguien quien dice no ser.

Le parecen feas, arrugadas, tristes de una anciana. Asustada regresa la mirada a su entorno. De reojo la encuentran sus vellos, venas y lunares de un solo vistazo ¡¿Pero ¡¿quién me hace esto?! Ella no se responde, lo hace alguien más, como es costumbre. TÚ CHULA.

Se siente el vientre y los senos, como si una parte de ese cuerpo que tanto niega fuera a responderle.  Haciendo los oídos sordos al último comentario le entra el frío, se pone de pie. Camina hacia la ventana, la cierra, huyendo del aire helado mañanero. Regresa a la cama se envuelve entre cobijas renunciando al día y siguiéndole a los sueños. 

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La del 38

|Por Carolina Rojas|

Ella sintió el rojo.

Estaba entrando por las altas ventanas sin cortinas, reflejándose en los espejos manchados de los tocadores y en la gota de sudor que se deslizaba por su sien. Cinco… seis… siete veces había pasado un pañuelo por su rostro, siete veces había tenido que retocarlo con aquel polvo perfumado. Sus labios, vibrantes como la sangre próxima a derramar, chocaban con su piel acalorada; carmesí sobre naranja, una combinación que se crea y destruye en llamas.

Ella se envolvió en rojo.

Fotografía por Anna Camarillo

Remolinos de tela la cautivaron como cautivan a los que tienen ojos salvajes. Su mirada estaba fijada en el encaje vibrante, en su intricado diseño; previo a ese día, había encontrado pequeños retazos en los establos y en las gradas del toreo, aumentando así su deseo por incluirlo en su vestuario actual.  Manos ajenas la tomaron por los hombros y, a pesar del breve revoltijo que ocasionó al ver que la señora Beatriz se acercaba con una gran peineta de metal, se mantuvieron firmes. El velo que cargaba en su otro brazo era negro.

––Quédate quieta.

La peineta atravesó su chignon y sus dientes rozaron con la parte alta de su cráneo. Una octava gota inició su trayectoria por su delgada nuca hasta el cuello alto de su vestido blanco, iluminando el brocado de escarlata tenue.

Ella vivió el rojo.

Lo vivió entre sus piernas minutos antes de que se abrieran las puertas y en sus pies encallados dentro de las zapatillas apretadas. Carmen intentó cubrir la mancha en su vestido con más tela, ajustándola a su cintura hasta que fue casi imposible respirar. El dolor en su vientre, exaltado por la presión de la tela, se estaba extendiendo a sus piernas y a su espalda. Ella y las otras mujeres del Grupo de Bellezas estaban a punto de salir, se podían escuchar los murmullos afuera y a los fotógrafos preparándose. Aprovechó esa distracción, los cuchicheos emocionados de sus compañeras, para regresar a los camerinos, lavar su rostro y deshacerse de ese horrendo vestuario. 

Fotografía por Anna Camarillo

Buscó algo para cubrirse, pero lo único que encontró fue un traje de luces empolvado en una de las repisas. Se puso la taleguilla y la camisa que, a pesar de que estuvieran un poco flojas, eran mucho más cómodas que aquel vestido. No podía dejar de admirar el detalle de la chaquetilla, sus pequeñas trenzas doradas entrelazadas con rosas blancas y las lentejuelas en los puños de las mangas. Pasó sus dedos por la tela satinada y, a pesar del aire sofocado, decidió ponérsela, al igual que la montera que se encontraba en un gancho cercano.

Mientras admiraba su figura en el espejo, entró un hombre con un gran escándalo y sin preguntas, la tomó del brazo y la guió por el pasillo oscuro. Pensó que la regañarían, que la iban a expulsar, no sólo del toreo, pero del Grupo también y ya podía ver la luz de afuera aproximándose cuando su compañero paró bruscamente y tomó unas banderillas que estaban recargadas sobre la pared.

––Tienes media hora, intenta no manchar el traje ––le dijo mientras las ponía en su mano y tomaba el capote de un perchero cercano.

Posó la tela sobre su hombro y con un empujón, ella se encontró a un público apasionado. Los rayos del sol la cegaron y la voz del presentador se perdía entre los cantos de los espectadores; apenas pudo identificar las banderitas de colores que decoraban sus alrededores, cuando escuchó un leve bramido a sus espaldas. Lejos de sí, pudo escuchar cómo le atribuían otro nombre y ella desapareció en los ojos del toro.

La paradoja de la sororidad

|Por: Alejandra Montalvo|

Mi acercamiento al concepto de sororidad me llegó de manera pragmática y solitaria. Digamos que se remonta a la primera vez que me acerqué a las lecturas feministas que sacudieron mi zona de comodidad. Esos textos radicales que me invitaban a cuestionarme, comprender que estaba sumergida en una estructura de orden patriarcal que me orientaba a seguir las pautas normativas de feminidad, lo que refuerza la heterosexualidad obligatoria y por ende, las relaciones de asimetría y dependencia que caracteriza nuestra condición de mujeres frente a la de los hombres.

Tiempo después, y gracias al apoyo de otras mujeres valientes y fuertes como mi madre, tuve el “privilegio” de acercarme al “conocimiento letrado”, ingresar al debate epistémico de las teorías feministas cursando uno de los pocos posgrados que defiende la dimensión política de la categoría de “las mujeres”. En ese espacio conocí a mujeres comprometidas con la militancia y la praxis feminista. Mujeres que me enseñaron la importancia de generar una mirada crítica a la cultura y las nuevas formas que adquieren los sistemas de opresión patriarcal, racial y capitalista.

Fuera de las aulas también encontré un espacio de interlocución feminista, donde por vez primera pude verbalizar lo que me estaba pasando: mis malestares, mis decepciones con el sexo opuesto, la violencia del patriarcado y sus instituciones, el miedo infundido a mi propia corporalidad y la obligación por alinearme y cumplir determinadas expectativas provenientes del régimen heterosexual. En esas pláticas llevadas a cabo ya sea en la sala de mi casa, mi recámara o el patio de la escuela, es donde entendí lo importante que era priorizar nuestras relaciones frente a una cultura heterosexual y misógina que nos obliga a competir entre nosotras, porque afirmar nuestro amor y amistad es un acto revolucionario que amenaza la lógica de dominación masculina.

Fue precisamente en ese lugar donde aprendí y valoré los lazos entre nosotras basados en la sororidad, aunque también fui susceptible de sus alcances y limitantes en términos políticos y epistémicos. En pocas palabras, comprendí que cada una de nosotras tenemos diferencias, ¡y vaya que son muchas!, desaparecerlas con la intención de crear una identidad homogénea sobre el “ser mujer” resulta un acto violento que niega la especificidad de la experiencias de muchas mujeres ubicadas en los márgenes de las estructuras de poder, lo que prioriza las demandas y reivindicaciones de aquellas compañeras ubicadas en situaciones de privilegio, ya sea desde la clase, la heterosexualidad, el color de piel, los capitales culturales, las adscripciones espirituales, entre otras fronteras/estructuras que marcan nuestras condiciones de existencia en este mundo.

Comprenderlo fue doloroso, nuestros utópicos encuentros de transformación social al interior de ese espacio feminista pasaron a ser luchas de poder por la palabra, por la necesidad de validar y señalar quién o quiénes eran más feministas o no, sin considerar el proceso individual por la que cada una de nosotras pasamos para desmontar los mitos patriarcales que tenemos interiorizados y las maneras en cómo vivimos determinadas opresiones específicas, incluso las de género. En este amar entre mujeres aprendí que de nada sirve el “sisterhood” si no comprendemos el carácter patriarcal y las acciones sexistas que muchas veces replicamos cuando nos relacionamos entre nosotras. 

Pasar por todo ese subir y bajar de emociones me hizo convencerme de que necesitamos generar alianzas de la forma más horizontal posible. Comprender que no sólo existen estas fronteras sino que también es necesario construir relaciones y complicidades entre nosotras sustentadas en una sólida base ética de carácter feminista que permitan generar espacios de confianza, en donde podamos encontrar puntos de encuentro e identificar los procesos vivenciales que tenemos en común, señalando nuestras diferencias y desmontando privilegios, de otro modo sería imposible no seguir reproduciendo relaciones de carácter jerárquico y sexistas.    

Pese a todas estas consideraciones sigo convencida de que la sororidad es importante, es un término que invita a pensarnos fuera de los pactos patriarcales, nos motiva a tejer alianzas entre nosotras, pero creo que es peligroso hacer uso de la palabra de manera acrítica e idealizada si antes no cuestionamos el sexismo, el racismo y el clasismo interiorizado en cada una de nosotras, porque recodemos que estos sistemas de opresión van en cadena, siempre articulados y nutriéndose unos a otros. Sin estos procesos, me parece que posiblemente perpetuemos con nuestras acciones formas de violencia patriarcal. Creo esa la contradicción más grande de la sororidad, que es una ficción, pues las mujeres tienen diferencias, en especial políticas y materiales. Existen fronteras y límites subjetivos entre todas. Lo que no nos impide hacer complicidades estratégicas en ciertos momentos coyunturales. El “sisterhood” imaginado como diversas unidades de comadres que nos permitan tejer juntas, a pesar de nuestras diferencias, siempre desde la complicidad y el acompañamiento.