|Por: Alejandra Montalvo|
Mi acercamiento al concepto de sororidad me llegó de manera pragmática y solitaria. Digamos que se remonta a la primera vez que me acerqué a las lecturas feministas que sacudieron mi zona de comodidad. Esos textos radicales que me invitaban a cuestionarme, comprender que estaba sumergida en una estructura de orden patriarcal que me orientaba a seguir las pautas normativas de feminidad, lo que refuerza la heterosexualidad obligatoria y por ende, las relaciones de asimetría y dependencia que caracteriza nuestra condición de mujeres frente a la de los hombres.
Tiempo después, y gracias al apoyo de otras mujeres valientes y fuertes como mi madre, tuve el “privilegio” de acercarme al “conocimiento letrado”, ingresar al debate epistémico de las teorías feministas cursando uno de los pocos posgrados que defiende la dimensión política de la categoría de “las mujeres”. En ese espacio conocí a mujeres comprometidas con la militancia y la praxis feminista. Mujeres que me enseñaron la importancia de generar una mirada crítica a la cultura y las nuevas formas que adquieren los sistemas de opresión patriarcal, racial y capitalista.
Fuera de las aulas también encontré un espacio de interlocución feminista, donde por vez primera pude verbalizar lo que me estaba pasando: mis malestares, mis decepciones con el sexo opuesto, la violencia del patriarcado y sus instituciones, el miedo infundido a mi propia corporalidad y la obligación por alinearme y cumplir determinadas expectativas provenientes del régimen heterosexual. En esas pláticas llevadas a cabo ya sea en la sala de mi casa, mi recámara o el patio de la escuela, es donde entendí lo importante que era priorizar nuestras relaciones frente a una cultura heterosexual y misógina que nos obliga a competir entre nosotras, porque afirmar nuestro amor y amistad es un acto revolucionario que amenaza la lógica de dominación masculina.
Fue precisamente en ese lugar donde aprendí y valoré los lazos entre nosotras basados en la sororidad, aunque también fui susceptible de sus alcances y limitantes en términos políticos y epistémicos. En pocas palabras, comprendí que cada una de nosotras tenemos diferencias, ¡y vaya que son muchas!, desaparecerlas con la intención de crear una identidad homogénea sobre el “ser mujer” resulta un acto violento que niega la especificidad de la experiencias de muchas mujeres ubicadas en los márgenes de las estructuras de poder, lo que prioriza las demandas y reivindicaciones de aquellas compañeras ubicadas en situaciones de privilegio, ya sea desde la clase, la heterosexualidad, el color de piel, los capitales culturales, las adscripciones espirituales, entre otras fronteras/estructuras que marcan nuestras condiciones de existencia en este mundo.
Comprenderlo fue doloroso, nuestros utópicos encuentros de transformación social al interior de ese espacio feminista pasaron a ser luchas de poder por la palabra, por la necesidad de validar y señalar quién o quiénes eran más feministas o no, sin considerar el proceso individual por la que cada una de nosotras pasamos para desmontar los mitos patriarcales que tenemos interiorizados y las maneras en cómo vivimos determinadas opresiones específicas, incluso las de género. En este amar entre mujeres aprendí que de nada sirve el “sisterhood” si no comprendemos el carácter patriarcal y las acciones sexistas que muchas veces replicamos cuando nos relacionamos entre nosotras.
Pasar por todo ese subir y bajar de emociones me hizo convencerme de que necesitamos generar alianzas de la forma más horizontal posible. Comprender que no sólo existen estas fronteras sino que también es necesario construir relaciones y complicidades entre nosotras sustentadas en una sólida base ética de carácter feminista que permitan generar espacios de confianza, en donde podamos encontrar puntos de encuentro e identificar los procesos vivenciales que tenemos en común, señalando nuestras diferencias y desmontando privilegios, de otro modo sería imposible no seguir reproduciendo relaciones de carácter jerárquico y sexistas.
Pese a todas estas consideraciones sigo convencida de que la sororidad es importante, es un término que invita a pensarnos fuera de los pactos patriarcales, nos motiva a tejer alianzas entre nosotras, pero creo que es peligroso hacer uso de la palabra de manera acrítica e idealizada si antes no cuestionamos el sexismo, el racismo y el clasismo interiorizado en cada una de nosotras, porque recodemos que estos sistemas de opresión van en cadena, siempre articulados y nutriéndose unos a otros. Sin estos procesos, me parece que posiblemente perpetuemos con nuestras acciones formas de violencia patriarcal. Creo esa la contradicción más grande de la sororidad, que es una ficción, pues las mujeres tienen diferencias, en especial políticas y materiales. Existen fronteras y límites subjetivos entre todas. Lo que no nos impide hacer complicidades estratégicas en ciertos momentos coyunturales. El “sisterhood” imaginado como diversas unidades de comadres que nos permitan tejer juntas, a pesar de nuestras diferencias, siempre desde la complicidad y el acompañamiento.